sábado, 23 de marzo de 2013

Avatares, curso primer semestre 2013.


Estimad@s estudiantes, en esta entrada pueden revisar sus avatares que realizaron la clase pasada. 
Saludos.



























viernes, 22 de marzo de 2013

Del enebro, de los Hermanos Grimm


Del enebro.

Hermanos Grimm


Hace ya muchísimo tiempo, como unos dos mil años, vivía un hombre acaudalado que tenía una mujer tan bella como piadosa. Queríanse tiernamente, pero no
tenían hijos, a pesar de lo mucho que los deseaban; la esposa los pedía al cielo día y noche; pero no venía ninguno. Frente a su casa, en un patio, crecía
un enebro, y un día de invierno en que la mujer se hallaba debajo de él mondando una manzana, cortóse en un dedo y la sangre cayó en la nieve.
- ¡Ay! - exclamó con un profundo suspiro, y, al mirar la sangre, le entró una gran melancolía: «¡Si tuviese un hijo rojo como la sangre y blanco como la
nieve!», y, al decir estas palabras, sintió de pronto en su interior una extraña alegría; tuvo el presentimiento de que iba a ocurrir algo inesperado.
Entró en su casa, transcurrió un mes y se fundió la nieve; a los dos meses, todo estaba verde, y las flores brotaron del suelo; a los cuatro, todos los
árboles eran un revoltijo de nuevas ramas verdes. Cantaban los pajarillos, y sus trinos resonaban en todo el bosque, y las flores habían caído de los árboles
al terminar el quinto mes; y la mujer no se cansaba de pasarse horas y horas bajo el enebro, que tan bien olía. Saltábale de gozo el corazón, cayó de rodillas
y no cabía en sí de alborozo. Y cuando ya hubo transcurrido el sexto mes, y los frutos estaban ya abultados y jugosos, sintió en su alma una gran placidez
y quietud. Al llegar el séptimo mes comió muchas bayas de enebro, y enfermó y sintió una profunda tristeza. Pasó luego el octavo mes, llamó a su marido
y, llorando, le dijo:
- Si muero, entiérrame bajo el enebro.
Y, de repente, se sintió consolada y contenta, y de este modo transcurrió el mes noveno. Dio entonces a luz un niño blanco como la nieve y colorado como
la sangre, y, al verlo, fue tal su alegría, que murió.
Enterróla su esposo bajo el enebro, y no cesaba de llorar; al cabo de algún tiempo, sus lágrimas empezaron a manar menos copiosamente, secáronse al fin,
y el hombre tomó otra mujer.
Con su segunda esposa tuvo una hija, y ya dijimos que del primer matrimonio le había quedado un niño rojo como la sangre y blanco como la nieve. Al ver
la mujer a su hija, quedó prendada de ella; pero cuando miraba al pequeño, los celos le atravesaban el corazón; parecíale que era un estorbo continuo,
y no pensaba sino en procurar que toda la fortuna quedase para su hija. El demonio le inspiró un odio profundo hacia el niño; empezó a mandarlo de un rincón
a otro, tratándolo a empellones y codazos, por lo que el pobre pequeñuelo vivía en constante sobresalto. Cuando volvía de la escuela, no había un momento
de reposo para él.
Un día en que la mujer se hallaba en el piso de arriba, acudió su hijita y le dijo:
- ¡Mamá, dame una manzana!
- Sí, hija mía - asintió la madre, y le ofreció una muy hermosa que sacó del arca. Pero aquella arca tenía una tapa muy grande y pesada, con una cerradura
de hierro ancha y cortante.
- Mamá - prosiguió la niña -, ¿no podrías darle también una al hermanito?
La mujer hizo un gesto de mal humor, pero respondió:
- Sí, cuando vuelva de la escuela.
Y he aquí que cuando lo vio venir desde la ventana, como si en aquel mismo momento hubiese entrado en su alma el demonio, quitando a la niña la manzana
que le diera, le dijo:
- ¡No vas a tenerla tú antes que tu hermano!
Y volviendo el fruto al arca, la cerró. Al llegar el niño a la puerta, el maligno inspiróle que lo acogiese cariñosamente:
- Hijo mío, ¿te apetecería una manzana? - preguntó al pequeño, mirándolo con ojos coléricos.
- Mamá - respondió el niño, - ¡pones una cara que me asusta! ¡Sí, quiero una manzana!
Y la voz interior del demonio le hizo decir:
- Ven conmigo - y, levantando la tapa de la caja: - cógela tú mismo.
Y al inclinarse el pequeño, volvió a tentarla el diablo. De un golpe brusco cerró el arca con tanta violencia, que cortó en redondo la cabeza del niño,
la cual cayó entre las manzanas. En el mismo instante sintió la mujer una gran angustia y pensó: «¡Ojalá no lo hubiese hecho!». Bajó a su habitación y
sacó de la cómoda un paño blanco; colocó nuevamente la cabeza sobre el cuello, atóle el paño a modo de bufanda, de manera que no se notara la herida, y
sentó al niño muerto en una silla delante de la puerta, con una manzana en la mano.
Mas tarde, Marlenita entró en la cocina, en busca de su madre. Ésta se hallaba junto al fuego y agitaba el agua hirviendo que tenía en un puchero.
- Mamá - dijo la niña, - el hermanito está sentado delante de la puerta; está todo blanco y tiene una manzana en la mano. Le he pedido que me la dé, pero
no me responde. ¡Me ha dado mucho miedo!
- Vuelve - díjole la madre, - y si tampoco te contesta, le pegas un coscorrón.
Y salió Marlenita y dijo:
- ¡Hermano, dame la manzana! - Pero al seguir, él callado, la niña le pegó un golpe en la cabeza, la cual, desprendiéndose, cayó al suelo. La chiquilla
se asustó terriblemente y rompió a llorar y gritar. Corrió al lado de su madre y exclamó:
- ¡Ay. mamá! ¡He cortado la cabeza a mi hermano! - y lloraba desconsoladamente.
- ¡Marlenita! - exclamó la madre. - ¿Qué has hecho? Pero cállate, que nadie lo sepa. Como esto ya no tiene remedio, lo coceremos en estofado.
Y, cogiendo el cuerpo del niño, lo cortó a pedazos, lo echó en la olla y lo coció. Mientras, Marlenita no hacía sino llorar y más llorar, y tantas lágrimas
cayeron al puchero, que no hubo necesidad de echarle sal. Al llegar el padre a casa, sentóse a la mesa y preguntó:
- ¿Dónde está mi hijo?
Sirvióle su mujer una gran fuente, muy grande, de carne con salsa negra, mientras Marlenita seguía llorando sin poder contenerse. Repitió el hombre:
- ¿Dónde está mi hijo?
- ¡Ay! - dijo la mujer -, se ha marchado a casa de los parientes de su madre; quiere pasar una temporada con ellos.
- ¿Y qué va a hacer allí? Por lo menos podría haberse despedido de mí.
- ¡Estaba tan impaciente! Me pidió que lo dejase quedarse allí seis semanas. Lo cuidarán bien; está en buenas manos.
- ¡Ay! - exclamó el padre. - Esto me disgusta mucho. Ha obrado mal; siquiera podía haberme dicho adiós.
Y empezó a comer; dirigiéndose a la niña, díjole:
- Marlenita, ¿por qué lloras? Ya volverá tu hermano. ¡Mujer! - prosiguió, - ¡qué buena está hoy la comida! Sírveme más.
Y cuanto más comía, más apetitosa la encontraba.
- Ponedme más - insistía, - no quiero que quede nada; me parece como si todo esto fuese mío.
Y seguía comiendo, tirando los huesos debajo de la mesa, hasta que ya no quedó ni pizca.
Pero Marlenita, yendo a su cómoda, sacó del cajón inferior su pañuelo de seda más bonito, envolvió en él los huesos que recogió de debajo de la mesa y
se los llevó fuera, llorando lágrimas de sangre. Depositólos allí entre la hierba, debajo del enebro, y cuando lo hubo hecho, sintió de pronto un gran
alivio y dejó de llorar. Entonces el enebro empezó a moverse, y sus ramas a juntarse y separarse como cuando una persona, sintiéndose contenta de corazón,
junta las manos dando palmadas. Formóse una especie de niebla que rodeó el arbolillo, y en el seno de la niebla apareció de súbito una llama, de la cual
salió volando un hermoso pajarillo, que se remontó en el aire a gran altura, cantando melodiosamente. Y cuando hubo desaparecido, el enebro volvió a quedarse
como antes; pero el paño con los huesos se había esfumado. Marlenita sintió en su alma una paz y alegría grandes, como si su hermanito viviese aún. Entró
nuevamente en la casa, se sentó a la mesa y comió su comida.
Pero el pájaro siguió volando, hasta llegar a la casa de un platero, donde se detuvo y se puso a cantar:

Cita
«Mi madre me mató,
mi padre me comió,
y mi buena hermanita
mis huesecillos guardó,
Los guardó en un pañito
de seda, ¡muy bonito!,
y al pie del enebro los enterró.
Kivit, kivit, ¡qué lindo pajarillo soy yo!».
Final de cita

El platero estaba en su taller haciendo una cadena de oro, y al oír el canto del pájaro que se había posado en su tejado, parecióle que nunca había oído
nada tan hermoso. Levantóse, y al pasar el dintel de la puerta, se le salió una zapatilla, y, así, hubo de avanzar hasta el centro de la calle descalzo
de un pie, puesto el mandil, en una mano la cadena de oro, y la tenaza en la otra; y el sol inundaba la calle con sus brillantes rayos. Levantando la cabeza,
el platero miró al pajarillo:
- ¡Qué bien cantas! - le dijo -. ¡Repite tu canción!
- No - respondió el pájaro; - si no me pagan, no la vuelvo a cantar. Dame tu cadena y volveré a cantar.
- Ahí tienes la cadena - asintió el platero -. Repite la canción.
Bajó volando el pájaro, cogió con la patita derecha la cadena y, posándose enfrente del platero, cantó:

Cita
«Mi madre me mató,
mi padre me comió,
y mí buena hermanita
mis huesecillos guardó.
Los guardó en un pañito
de seda, ¡muy bonito!,
y al pie del enebro los enterró.
Kivit, kivit, ¡qué lindo pajarillo soy yo!».
Final de cita

Voló el avecilla a la tienda del zapatero y, posándose en el tejado, volvió a cantar:

Cita
«Mi madre me mató,
mi padre me comió,
y mi buena hermanita
mis huesecillos guardó.
Los guardó en un pañito
de seda, ¡muy bonito!,
y al pie del enebro los enterró.
Kivit, kivit, ¡qué lindo pajarillo soy yo!».
Final de cita

El zapatero, al oírlo, salió a la puerta en mangas de camisa, y levantó la mirada al tejado, teniendo que llevarse la mano a la frente, como si fuese una
visera, pues el sol lo deslumbraba.
- Pajarillo - gritóle -, ¡qué bien cantas! - Y, entrando de nuevo en la tienda: - Mujer - dijo, llamando a su esposa, - ven a ver este pájaro que tan bien
sabe cantar.
Y luego llamó también a su hija, y a los niños y a sus trabajadores, aprendices y criadas, para que saliesen todos a la calle a ver aquel ave tan hermosa,
que tenía bellísimas plumas rojas y verdes, y un cuello que brillaba como oro, y cuyos ojos parecían en su cabeza dos verdaderas estrellas.
- ¡Pajarillo! - llamólo el zapatero. - ¡Cántanos otra vez tu canción!
- No - replicó el ave. - Si no me pagan, no la vuelvo a cantar. Tienes que darme algo.
- Mujer - dijo el zapatero, - ve abajo; en el primer estante encontrarás un par de botas coloradas; tráelas.
Y la mujer fue a buscar las botas.
- ¡Toma, pajarillo! - dijo el hombre. - Repítenos ahora tu canción.
Bajó el ave, cogió las botas con su pequeña garra izquierda y, subiéndose de nuevo al tejado, cantó:

Cita
«Mi madre me mató,
mi padre me comió,
y mi buena hermanita
mis huesecillos guardó.
Los guardó en un pañito
de seda, ¡muy bonito!,
y al pie del enebro los enterró.
Kivit, kivit, ¡qué lindo pajarillo soy yo!».
Final de cita

Terminada su canción, reemprendió el vuelo, la cadena en el pie derecho, y las botas en el izquierdo, y no se detuvo hasta el molino, y el molino venga
girar: clip-clap, clip-clap, clip-clap. Y había veinte mozos molineros golpeando una piedra, dale que dale: pim-pam, pim-pam, pim-pam; y, mientras tanto,
el molino: clip-clap, clip-clap, clip-clap. La avecilla se posó en un tilo que crecía enfrente, y se puso a cantar:

Cita
«Mi madre me mató
Final de cita

(y uno dejó de golpear)

Cita
mi padre me comió
Final de cita

(y se interrumpieron otros dos, escuchando)

Cita
y mi buena hermanita
Final de cita

(y otros cuatro cesaron en su trabajo)

Cita
mis huesecillos guardó.
Los guardó en un pañito
Final de cita

(ya eran sólo ocho los que golpeaban)

Cita
de seda, ¡muy bonito!
Final de cita

(y sólo quedaban cinco trabajando)

Cita
y al pie del enebro los enterró
Final de cita

(y ya quedaba uno solo).

Cita
Kivit, kivit, ¡qué lindo pajarillo soy yo!».
Final de cita

Dejó de golpear el último, justo a tiempo de oír el final.
- ¡Pájaro - exclamó, - y qué bien cantas! Quisiera oírte, canta otra vez.
- No - respondió el pájaro. - Si no me pagan, no vuelvo a cantar. Dame la muela y repetiré mi canción.
- ¡Oh! - respondió el mozo, - si fuese el amo, te la daría.
- Sí - dijeron los demás; - si vuelve a cantar se la daremos.
Aproximóse el pájaro, y los veinte molineros, todos a la una, sirviéndose de troncos, ¡up!, ¡up!, ¡arriba!, levantaron la piedra del molino. El avecilla
pasó el cuello por el agujero, poniéndose la muela como un collar, y. volando nuevamente al árbol, cantó otra vez:

Cita
«Mi madre me mató,
mi padre me comió,
y mi buena hermanita
mis huesecillos guardó.
Los guardó en un pañito
de seda, ¡muy bonito!,
y al pie del enebro los enterró.
Kivit, kivit, ¡qué lindo pajarillo soy yo!».
Final de cita

Terminada la canción, la cadena en la patita derecha, las botas en la izquierda y la muela alrededor del cuello, desplegó las alas y emprendió el vuelo
en dirección a la casa de su padre.
En el comedor hallábanse sentados a la mesa su padre, la madrastra y Marlenita. Dijo el padre:
- No sé por qué, siento como un alivio interior, un gran contentamiento.
- Pues yo, en cambio - replicó la mujer, - siento una angustia terrible, algo así como si se acercase una tempestad.
Marlenita, por su parte, no hacía más que llorar. Llegó el pájaro volando y se posó en el tejado, y entonces dijo el padre:
- ¡Ah, qué alegría me ha entrado! ¡Y este sol tan brillante! Tengo la impresión de que he de volver a ver a un antiguo conocido.
- No - respondió la mujer, - yo tengo miedo, me castañetean los dientes y me parece como si tuviese fuego en las venas.
Y, para no ahogarse, se rasgó el vestido. Pero la niña, sentada en un rincón, llora que llora, tanto, que tenía el delantal empapado de lágrimas. Posóse
el pajarillo en el enebro y rompió a cantar:

Cita
«Mi madre me mató...
Final de cita

La madrastra se tapó los oídos y cerró fuertemente los ojos para no ver ni oír; pero en su cabeza resonaba un estrépito de tempestad desenfrenada, y los
ojos le ardían y, a pesar de tenerlos cerrados, la deslumbraba como un zigzaguear de relámpagos.

Cita
... mi padre me comió...
Final de cita

- ¡Ay, mujer! - exclamó el hombre. - ¡Qué bien canta ese pájaro! ¡Qué maravilla! ¡Y con este sol tan confortador y este aroma a canela!

Cita
... y mi buena hermanita...
Final de cita

Marlenita, inclinando la cabeza hasta las rodillas, lloraba cada vez con mayor desconsuelo. Dijo el padre:
- Salgo, quiero ver de cerca el pajarillo.
- ¡No vayas! - exclamó la mujer, - siento como si toda la casa temblara y se incendiara.
Pero el hombre salió a ver al ave.

Cita
... mis huesecillos guardó.
Los guardó en un pañito
de seda, ¡muy bonito!,
y al pie del enebro los enterró.
Kivit, kivit, ¡qué lindo pajarillo soy yo!».
Final de cita

Y al terminar el último verso, el pájaro soltó la cadena de oro, que fue a caer justamente en torno al cuello del hombre; y se le ajustaba maravillosamente.
Entrando él en la casa, dijo:
- ¡Fijaos, qué pájaro más maravilloso! Me acaba de regalar esta hermosa cadena de oro, ¡y es lindísimo!
La mujer, en cambio, experimentaba un miedo tan atroz, que se desplomó en el suelo cuan larga como era, y se le cayó la cofia de la cabeza. Y repitió el
pajarillo:

Cita
«Mi madre me mató...
Final de cita

- ¡Ay! ¡Por qué no estoy mil brazas bajo tierra, que no tuviese que oír esto!

Cita
... mi padre me comió...
Final de cita

Y la mujer quedó como muerta.

Cita
... y mi buena hermanita...
Final de cita

- Voy a salir yo también - dijo la niña, - a ver si me regala algo el pajarillo. - Y salió.

Cita
... mis huesecillos guardó.
Los guardó en un pañito...
Final de cita

Y dejó caer las botas.

Cita
... de seda, ¡muy bonito!,
y al pie del enebro los enterró.
Kivit, kivit, ¡qué lindo pajarillo soy yo!».
Final de cita

La tristeza de la niña se desvaneció como por encanto. Se calzó los nuevos zapatos colorados y entró en su casa, saltando y bailando.
- ¡Tan triste como estaba cuando salí - dijo, - y ahora me he quedado tan consolada! ¡Es un pájaro prodigioso, me ha regalado unos zapatos!
- ¡No! - replicó la mujer, incorporándose; y los cabellos se le erizaron, de tal forma que parecían llamas de fuego. - Yo siento como si el mundo se hundiera.
Voy a salir, para que me dé el aire.
Y al llegar a la puerta, ¡cataplúm!, el pájaro le soltó la muela sobre la cabeza y la aplastó.
Al oír el ruido, el padre y Marlenita se precipitaron afuera y vieron elevarse un gran vapor, con fuego y llamas, y al disiparse apareció el hermanito,
que cogió de la mano a su padre y a Marlenita, y los tres, contentísimos, entraron en la casa y sentáronse a comer a la mesa.


Blancanieves, original de los Hermanos Grimm


Blancanieves
[Cuento. Texto completo.]

Hermanos Grimm

Era un crudo día de invierno, y los copos de nieve caían del cielo como blancas plumas. La Reina cosía junto a una ventana, cuyo marco era de ébano. Y como
mientras cosía miraba caer los copos, con la aguja se pinchó un dedo, y tres gotas de sangre fueron a caer sobre la nieve. El rojo de la sangre se destacaba
bellamente sobre el fondo blanco, y ella pensó: "¡Ah, si pudiere tener una hija que fuere blanca como nieve, roja como la sangre y negra como el ébano
de esta ventana!". No mucho tiempo después le nació una niña que era blanca como la nieve, sonrosada como la sangre y de cabello negro como la madera de
ébano; y por eso le pusieron por nombre Blancanieves. Pero al nacer ella, murió la Reina.

Un año más tarde, el Rey volvió a casarse. La nueva Reina era muy bella, pero orgullosa y altanera, y no podía sufrir que nadie la aventajase en hermosura.
Tenía un espejo prodigioso, y cada vez que se miraba en él, le preguntaba:

"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Y el espejo le contestaba, invariablemente:

"Señora Reina, eres la más hermosa en todo el país".

La Reina quedaba satisfecha, pues sabía que el espejo decía siempre la verdad. Blancanieves fue creciendo y se hacía más bella cada día. Cuando cumplió
los siete años, era tan hermosa como la luz del día, y mucho más que la misma Reina. Al preguntar ésta un día al espejo:

"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Respondió el espejo:

"Señora Reina, tú eres como una estrella, pero Blancanieves es mil veces más bella".

Se espantó la Reina, palideciendo de envidia y, desde entonces, cada vez que veía a Blancanieves sentía que se le revolvía el corazón; tal era el odio que
abrigaba contra ella. Y la envidia y la soberbia, como las malas hierbas, crecían cada vez más altas en su alma, no dejándole un instante de reposo, de
día ni de noche.

Finalmente, llamó un día a un servidor y le dijo:

-Llévate a la niña al bosque; no quiero tenerla más tiempo ante mis ojos. La matarás, y en prueba de haber cumplido mi orden, me traerás sus pulmones y
su hígado.

Obedeció el cazador y se marchó al bosque con la muchacha. Pero cuando se disponía a clavar su cuchillo de monte en el inocente corazón de la niña, se echó
ésta a llorar:

-¡Piedad, buen cazador, déjame vivir! -suplicaba-. Me quedaré en el bosque y jamás volveré al palacio.

Y era tan hermosa, que el cazador, apiadándose de ella, le dijo:

-¡Márchate entonces, pobrecilla!

Y pensó: "No tardarán las fieras en devorarte".

Sin embargo, le pareció como si se le quitase una piedra del corazón por no tener que matarla. Y como acertara a pasar por allí un cachorro de jabalí, lo
degolló, le sacó los pulmones y el hígado, y se los llevó a la Reina como prueba de haber cumplido su mandato. La perversa mujer los entregó al cocinero
para que se los guisara, y se los comió convencida de que comía la carne de Blancanieves.

La pobre niña se encontró sola y abandonada en el inmenso bosque. Se moría de miedo, y el menor movimiento de las hojas de los árboles le daba un sobresalto.
No sabiendo qué hacer, echó a correr por entre espinos y piedras puntiagudas, y los animales de la selva pasaban saltando por su lado sin causarle el menor
daño. Siguió corriendo mientras la llevaron los pies y hasta que se ocultó el sol. Entonces vio una casita y entró en ella para descansar.

Todo era diminuto en la casita, pero tan primoroso y limpio, que no hay palabras para describirlo. Había una mesita cubierta con un mantel blanquísimo,
con siete minúsculos platitos y siete vasitos; y al lado de cada platito había su cucharilla, su cuchillito y su tenedorcito. Alineadas junto a la pared
se veían siete camitas, con sábanas de inmaculada blancura.

Blancanieves, como estaba muy hambrienta, comió un poquito de legumbres y un bocadito de pan de cada plato, y bebió una gota de vino de cada copita, pues
no quería tomarlo todo de uno solo. Luego, sintiéndose muy cansada, quiso echarse en una de las camitas; pero ninguna era de su medida: resultaba demasiado
larga o demasiado corta; hasta que, por fin, la séptima le vino bien; se acostó en ella, se encomendó a Dios y se quedó dormida.

Cerrada ya la noche, llegaron los dueños de la casita, que eran siete enanos que se dedicaban a excavar minerales en el monte. Encendieron sus siete lamparillas
y, al iluminarse la habitación, vieron que alguien había entrado, pues las cosas no estaban en el orden en que ellos las habían dejado al marcharse.

Dijo el primero:

-¿Quién se sentó en mi sillita?

El segundo:

-¿Quién ha comido de mi platito?

El tercero:

-¿Quién ha cortado un poco de mi pan?

El cuarto:

-¿Quién ha comido de mi verdurita?

El quinto:

-¿Quién ha pinchado con mi tenedorcito?

El sexto:

-¿Quién ha cortado con mi cuchillito?

Y el séptimo:

-¿Quién ha bebido de mi vasito?

Luego, el primero, recorrió la habitación y, viendo un pequeño hueco en su cama, exclamó alarmado:

-¿Quién se ha subido en mi camita?

Acudieron corriendo los demás y exclamaron todos:

-¡Alguien estuvo echado en la mía!

Pero el séptimo, al examinar la suya, descubrió a Blancanieves, dormida en ella. Llamó entonces a los demás, los cuales acudieron presurosos y no pudieron
reprimir sus exclamaciones de admiración cuando, acercando las siete lamparillas, vieron a la niña.

-¡Oh, Dios mío; oh, Dios mío! -decían-, ¡qué criatura más hermosa!

Y fue tal su alegría, que decidieron no despertarla, sino dejar que siguiera durmiendo en la camita. El séptimo enano se acostó junto a sus compañeros,
una hora con cada uno, y así transcurrió la noche. Al clarear el día se despertó Blancanieves y, al ver a los siete enanos, tuvo un sobresalto. Pero ellos
la saludaron afablemente y le preguntaron:

-¿Cómo te llamas?

-Me llamo Blancanieves -respondió ella.

-¿Y cómo llegaste a nuestra casa? -siguieron preguntando los hombrecillos. Entonces ella les contó que su madrastra había dado orden de matarla, pero que
el cazador le había perdonado la vida, y ella había estado corriendo todo el día, hasta que, al atardecer, encontró la casita.

Dijeron los enanos:

-¿Quieres cuidar de nuestra casa? ¿Cocinar, hacer las camas, lavar, remendar la ropa y mantenerlo todo ordenado y limpio? Si es así, puedes quedarte con
nosotros y nada te faltará.

-¡Sí! -exclamó Blancanieves-. Con mucho gusto -y se quedó con ellos.

A partir de entonces, cuidaba la casa con todo esmero. Por la mañana, ellos salían a la montaña en busca de mineral y oro, y al regresar, por la tarde,
encontraban la comida preparada. Durante el día, la niña se quedaba sola, y los buenos enanitos le advirtieron:

-Guárdate de tu madrastra, que no tardará en saber que estás aquí. ¡No dejes entrar a nadie!

La Reina, entretanto, desde que creía haberse comido los pulmones y el hígado de Blancanieves, vivía segura de volver a ser la primera en belleza. Se acercó
un día al espejo y le preguntó:

"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Y respondió el espejo:

"Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella".

La Reina se sobresaltó, pues sabía que el espejo jamás mentía, y se dio cuenta de que el cazador la había engañado, y que Blancanieves no estaba muerta.
Pensó entonces en otra manera de deshacerse de ella, pues mientras hubiese en el país alguien que la superase en belleza, la envidia no la dejaría reposar.
Finalmente, ideó un medio. Se tiznó la cara y se vistió como una vieja buhonera, quedando completamente desconocida.

Así disfrazada se dirigió a las siete montañas y, llamando a la puerta de los siete enanitos, gritó:

-¡Vendo cosas buenas y bonitas!

Se asomó Blancanieves a la ventana y le dijo:

-¡Buenos días, buena mujer! ¿Qué traes para vender?

-Cosas finas, cosas finas -respondió la Reina-. Lazos de todos los colores -y sacó uno trenzado de seda multicolor.

"Bien puedo dejar entrar a esta pobre mujer", pensó Blancanieves y, abriendo la puerta, compró el primoroso lacito.

-¡Qué linda eres, niña! -exclamó la vieja-. Ven, que yo misma te pondré el lazo.

Blancanieves, sin sospechar nada, se puso delante de la vendedora para que le atase la cinta alrededor del cuello, pero la bruja lo hizo tan bruscamente
y apretando tanto, que a la niña se le cortó la respiración y cayó como muerta.

-¡Ahora ya no eres la más hermosa! -dijo la madrastra, y se alejó precipitadamente.

Al cabo de poco rato, ya anochecido, regresaron los siete enanos. Imagínense su susto cuando vieron tendida en el suelo a su querida Blancanieves, sin moverse,
como muerta. Corrieron a incorporarla y viendo que el lazo le apretaba el cuello, se apresuraron a cortarlo. La niña comenzó a respirar levemente, y poco
a poco fue volviendo en sí. Al oír los enanos lo que había sucedido, le dijeron:

-La vieja vendedora no era otra que la malvada Reina. Guárdate muy bien de dejar entrar a nadie, mientras nosotros estemos ausentes.

La mala mujer, al llegar a palacio, corrió ante el espejo y le preguntó:

"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Y respondió el espejo, como la vez anterior:

"Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella".

Al oírlo, del despecho, toda la sangre le afluyó al corazón, pues supo que Blancanieves continuaba viviendo. "Esta vez -se dijo- idearé una trampa de la
que no te escaparás", y, valiéndose de las artes diabólicas en que era maestra, fabricó un peine envenenado. Luego volvió a disfrazarse, adoptando también
la figura de una vieja, y se fue a las montañas y llamó a la puerta de los siete enanos.

-¡Buena mercancía para vender! -gritó.

Blancanieves, asomándose a la ventana, le dijo:

-Sigue tu camino, que no puedo abrirle a nadie.

-¡Al menos podrás mirar lo que traigo! -respondió la vieja y, sacando el peine, lo levantó en el aire. Pero le gustó tanto el peine a la niña que, olvidándose
de todas las advertencias, abrió la puerta.

Cuando se pusieron de acuerdo sobre el precio dijo la vieja:

-Ven que te peinaré como Dios manda.

La pobrecilla, no pensando nada malo, dejó hacer a la vieja; mas apenas hubo ésta clavado el peine en el cabello, el veneno produjo su efecto y la niña
se desplomó insensible.

-¡Dechado de belleza -exclamó la malvada bruja-, ahora sí que estás lista! -y se marchó.

Pero, afortunadamente, faltaba poco para la noche, y los enanitos no tardaron en regresar. Al encontrar a Blancanieves inanimada en el suelo, enseguida
sospecharon de la madrastra y, buscando, descubrieron el peine envenenado. Se lo quitaron rápidamente y, al momento, volvió la niña en sí y les explicó
lo ocurrido. Ellos le advirtieron de nuevo que debía estar alerta y no abrir la puerta a nadie.

La Reina, de regreso en palacio, fue directamente a su espejo:

"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Y como las veces anteriores, respondió el espejo, al fin:

"Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella".

Al oír estas palabras del espejo, la malvada bruja se puso a temblar de rabia.

-¡Blancanieves morirá -gritó-, aunque me haya de costar a mí la vida!

Y, bajando a una cámara secreta donde nadie tenía acceso sino ella, preparó una manzana con un veneno de lo más virulento. Por fuera era preciosa, blanca
y sonrosada, capaz de hacer la boca agua a cualquiera que la viese. Pero un solo bocado significaba la muerte segura. Cuando tuvo preparada la manzana,
se pintó nuevamente la cara, se vistió de campesina y se encaminó a las siete montañas, a la casa de los siete enanos. Llamó a la puerta. Blancanieves
asomó la cabeza a la ventana y dijo:

-No debo abrir a nadie; los siete enanitos me lo han prohibido.

-Como quieras -respondió la campesina-. Pero yo quiero deshacerme de mis manzanas. Mira, te regalo una.

-No -contestó la niña-, no puedo aceptar nada.

-¿Temes acaso que te envenene? -dijo la vieja-. Fíjate, corto la manzana en dos mitades: tú te comes la parte roja, y yo la blanca.

La fruta estaba preparada de modo que sólo el lado encarnado tenía veneno. Blancanieves miraba la fruta con ojos codiciosos, y cuando vio que la campesina
la comía, ya no pudo resistir. Alargó la mano y tomó la mitad envenenada. Pero no bien se hubo metido en la boca el primer trocito, cayó en el suelo, muerta.
La Reina la contempló con una mirada de rencor, y, echándose a reír, dijo:

-¡Blanca como la nieve; roja como la sangre; negra como el ébano! Esta vez, no te resucitarán los enanos.

Y cuando, al llegar a palacio, preguntó al espejo:

"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Le respondió el espejo, al fin:

"Señora Reina, eres la más hermosa en todo el país".

Sólo entonces se aquietó su envidioso corazón, suponiendo que un corazón envidioso pudiera aquietarse.

Los enanitos, al volver a su casa aquella noche, encontraron a Blancanieves tendida en el suelo, sin que de sus labios saliera el hálito más leve. Estaba
muerta. La levantaron, miraron si tenía encima algún objeto emponzoñado, la desabrocharon, le peinaron el pelo, la lavaron con agua y vino, pero todo fue
inútil. La pobre niña estaba muerta y bien muerta. La colocaron en un ataúd, y los siete, sentándose alrededor, la estuvieron llorando por espacio de tres
días. Luego pensaron en darle sepultura; pero viendo que el cuerpo se conservaba lozano, como el de una persona viva, y que sus mejillas seguían sonrosadas,
dijeron:

-No podemos enterrarla en el seno de la negra tierra -y mandaron fabricar una caja de cristal transparente que permitiese verla desde todos los lados. La
colocaron en ella y grabaron su nombre con letras de oro: "Princesa Blancanieves". Después transportaron el ataúd a la cumbre de la montaña, y uno de ellos,
por turno, estaba siempre allí velándola. Y hasta los animales acudieron a llorar a Blancanieves: primero, una lechuza; luego, un cuervo y, finalmente,
una palomita.

Y así estuvo Blancanieves mucho tiempo, reposando en su ataúd, sin descomponerse, como dormida, pues seguía siendo blanca como la nieve, roja como la sangre
y con el cabello negro como ébano. Sucedió, entonces, que un príncipe que se había metido en el bosque se dirigió a la casa de los enanitos, para pasar
la noche. Vio en la montaña el ataúd que contenía a la hermosa Blancanieves y leyó la inscripción grabada con letras de oro. Dijo entonces a los enanos:

-Denme el ataúd, pagaré por él lo que me pidan.

Pero los enanos contestaron:

-Ni por todo el oro del mundo lo venderíamos.

-En tal caso, regálenmelo -propuso el príncipe-, pues ya no podré vivir sin ver a Blancanieves. La honraré y reverenciaré como a lo que más quiero.

Al oír estas palabras, los hombrecillos sintieron compasión del príncipe y le regalaron el féretro. El príncipe mandó que sus criados lo transportasen en
hombros. Pero ocurrió que en el camino tropezaron contra una mata, y de la sacudida saltó de la garganta de Blancanieves el bocado de la manzana envenenada,
que todavía tenía atragantado. Y, al poco rato, la princesa abrió los ojos y recobró la vida.

Levantó la tapa del ataúd, se incorporó y dijo:

-¡Dios Santo!, ¿dónde estoy?

Y el príncipe le respondió, loco de alegría:

-Estás conmigo -y, después de explicarle todo lo ocurrido, le dijo:

-Te quiero más que a nadie en el mundo. Ven al castillo de mi padre y serás mi esposa.

Accedió Blancanieves y se marchó con él al palacio, donde enseguida se dispuso la boda, que debía celebrarse con gran magnificencia y esplendor.

A la fiesta fue invitada también la malvada madrastra de Blancanieves. Una vez que se hubo ataviado con sus vestidos más lujosos, fue al espejo y le preguntó:

"Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?". Y respondió el espejo:

"Señora Reina, eres aquí como una estrella, pero la reina joven es mil veces más bella".

La malvada mujer soltó una palabrota y tuvo tal sobresalto, que quedó como fuera de sí. Su primer propósito fue no ir a la boda. Pero la inquietud la roía,
y no pudo resistir al deseo de ver a aquella joven reina. Al entrar en el salón reconoció a Blancanieves, y fue tal su espanto y pasmo, que se quedó clavada
en el suelo sin poder moverse. Pero habían puesto ya al fuego unas zapatillas de hierro y estaban incandescentes. Tomándolas con tenazas, la obligaron
a ponérselas, y hubo de bailar con ellas hasta que cayó muerta.

FIN